El modelo serpiente: el precio invisible del liderazgo tóxico
- Héctor Kuga Carrillo
- 1 oct
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 3 oct
En el mundo empresarial y laboral se habla mucho de productividad, metas cumplidas y resultados financieros. Pero poco se dice sobre el costo emocional que dejan ciertos estilos de conducción. Uno de los más dañinos es el liderazgo tóxico, ese que convierte a los equipos en entornos de miedo, inseguridad y desgaste. No siempre se trata de un jefe o gerente que grita o maltrata de manera evidente; a veces la toxicidad se esconde en silencios calculados, en el desprecio por las ideas ajenas o en la indiferencia frente a las necesidades de los colaboradores.

Un líder tóxico se reconoce por patrones claros: critica sin aportar, exige sin ofrecer recursos, controla a través del miedo y rara vez reconoce el esfuerzo. En vez de inspirar, desgasta. En vez de abrir caminos, los bloquea. Y aunque a corto plazo puede mostrar cifras positivas —porque el miedo obliga a la obediencia—, en el largo plazo el costo es enorme: alta rotación, pérdida de compromiso, talento desperdiciado y un clima laboral tan denso que enferma.
Lo más paradójico es que muchos líderes tóxicos no se asumen como tales. No siempre son personas crueles por naturaleza. A veces llegan a ese punto arrastrados por la presión, la falta de formación en habilidades blandas o por haber aprendido de modelos autoritarios que confunden firmeza con dureza. En sociedades como las nuestras, donde aún se celebra al jefe implacable y duro, por no decir mucho, como símbolo de poder, es fácil caer en la trampa de creer que humillar es dirigir.
El problema es que ese estilo de mando cobra facturas silenciosas. Un equipo maltratado pierde creatividad, deja de arriesgarse y se enfoca únicamente en sobrevivir. Así, la empresa pierde lo más valioso: la innovación y la pasión de su gente. Y cuando el recurso humano se apaga, ningún indicador financiero se sostiene en el tiempo.
Pero es importante decirlo: un líder tóxico puede cambiar. El primer paso es reconocerlo, aceptar que sus formas han dañado a otros y que es necesario un giro. No es fácil; implica valentía para pedir disculpas, humildad para escuchar y disposición para aprender a comunicarse de otra manera. Liderar con respeto no es ser blando, es ser efectivo, integrador trabaja en equipo.
Sanar a un equipo herido también es posible, aunque requiere paciencia y coherencia. Las disculpas son un inicio, pero la verdadera transformación ocurre con acciones: cumplir lo prometido, valorar los logros colectivos, abrir espacios donde las voces sean escuchadas y construir un ambiente de confianza real. No se trata de maquillar el problema, sino de reconstruir relaciones futuras.
El costo de la toxicidad no es solo empresarial, también social. Porque las organizaciones son microcosmos que reflejan cómo entendemos la autoridad en nuestra vida diaria. Si normalizamos el maltrato en el trabajo, terminamos justificándolo en otros ámbitos: en la política, en la escuela, incluso en la familia. Por eso, cuestionar al jefe tóxico no es un asunto solo laboral, es un acto de responsabilidad colectiva.
El mundo ya tiene suficientes problemas como para que el liderazgo sea uno más. No necesitamos más jefes que desgasten, que asfixien, que conviertan el trabajo en un campo de batalla. Lo que necesitamos son líderes que construyan, que acompañen, que entiendan que el poder se ejerce sirviendo y no dominando.
En conclusión, el mundo no necesita líderes tóxicos si el objetivo es el bien común. Porque el verdadero liderazgo no se mide por cuántos obedecen, sino por cuántos crecen al lado de la empresa. Y cuando el éxito se alcanza colectivamente, el miedo deja de ser útil. Lo único que vale es la confianza, la empatía y la convicción de que el trabajo tiene sentido cuando nadie queda herido en el camino. Construyamos un liderazgo feliz y no un liderazgo tóxico.
Este estilo de liderazgo es lo que nosotros llamamos el modelo serpiente.






Comentarios